Crecí en un pueblo de Argentina donde, en las horas de la siesta, todo parecía detenerse. Me cautivaba ver la trayectoria de la luz en los objetos de mi habitación; esa hora de tranquilidad era interrumpida sólo por el timbre. A veces, yo miraba desde el patio, hacia el largo zaguán, la figura de una señora gorda envuelta en telas de colores alzando su voz potente, gritando: “¡Soda, queremos soda!”. Mi abuela acudía a su pedido con pasos atolondrados, llevándole un sifón con soda fría. En mi memoria habitan varias de esas imágenes, donde el desfasaje entre lo conocido y lo desconocido me fascinaba: eran gitanos. Nunca perdí esa curiosidad con el correr de los años, sino que se profundizó.
Recuerdo que la palabra «gitano» provocaba espanto, y no entendía por qué. Yo los veía de otra forma. Ellos acostumbraban a pasar por el pueblo, y me llamaban poderosamente la atención sus ropas de colores, sus enormes autos, su alboroto y su desenfreno.
Pasó mucho tiempo desde esa niñez, pero en mí siempre anidaron aquellas ganas de introducirme en ese mundo que yo sentía tan misterioso. Al mismo tiempo, creció el amor por las imágenes.
Mi cámara es la herramienta que me ayuda a expresar mi pasión por la otredad. Conocernos nos acerca; mirarnos profundamente, sin juzgar, es lo único que ayuda a eliminar un estigma. Salir del lugar de señalar y descubrir lo complejo de aquello que, por no conocer, prejuzgamos.Familia Gitana
Este es mi segundo ensayo sobre «Familia Gitana». Conocí a Gardel y a su familia en Santa Rosa, La Pampa, una tarde fría de domingo en julio del 2010. Los he visitado a lo largo de estos años, afianzando nuestras relaciones cuando, metidos en sus asuntos, yo intento desaparecer para hacerlos aparecer en su esencia más pura.